¿Crees en la magia?

Lo que Peter Pan pregunta a los niños perdidos para salvar a Campanilla es muy similar: ¿Creéis en las hadas?

Si creéis, aplaudid: no dejéis que Campanilla se muera.

Peter Pan.

Hay un tipo de personas que quiere creer en la magia. Y esto implica no querer conocer el truco (o, como diría un mago, el juego).

Esto es lo que hace el protagonista de Big Fish. Durante buena parte de la película, vemos la forma de vivir (o de narrar su vida) de este personaje. Cabe preguntarse si él acaba de creer en sus historias. Lo que está claro es que muestra un fuerte deseo de creer o hacer creer en la magia. Creer en la magia es pensar que no hay truco, que aquello es un fenómeno inexplicable, lleno de misterio.

Lo mágico tiene algo de sueño, algo de siniestro. Imagen de Stefan Keller en Pixabay.

Pero detrás de toda la magia que inventa el ser humano, siempre hay un «truco»: el mecanismo que la hace posible. Así, hay magia en una construcción, en una fórmula química, en una maquinaria, en una novela, en una película…

Personas como Tim Burton o Steven Spielberg seguramente han creído en la magia durante mucho tiempo, o al menos han tratado de trasladar esa idea en muchas de sus películas. En otro ámbito, puede que Iker Jiménez sea otro del club, especialmente cuando se deja llevar por la exploración de lo misterioso en su programa de Cuarto milenio.

Cuando acabé de estudiar Teoría de la Literatura, estuve varios años sin poder leer un libro: había descubierto el mecanismo detrás de la magia. Cambié el placer del lector por el placer del crítico literario. Nada que ver. Con el paso de muchos años, he recuperado parte del placer lector, pero me temo que no hay vuelta atrás.

Con base en esta experiencia, decidí hace mucho tiempo no descubrir, no indagar, el mecanismo que hace posible el cine. Y eso que muchos trabajos que he hecho y hago lo rozan, por ejemplo, escribir guiones de vídeo para un programa de televisión ya te está revelando parte del truco. Y acabas por conocer cuál es la estructura de un guion, de cualquier guion cinematográfico, y qué ocurre en el minuto tal o cual. Saber esto, tener la estructura en la mente, comprobar que la mayoría de las películas responden a ella, crea una cierta distancia con el placer cinéfilo. Y no quiero más distancia.

Esta creencia naïve tiene el riesgo de ver magia allí donde no la hay ni debe haberla, aceptar el engaño en ciertas situaciones de la vida, o vivirlas como si perteneciesen a un cuento, sin tener plena consciencia de lo que está pasando y de las consecuencias de nuestras acciones. Por ejemplo, la propia boda, la compra de un bien de mucho valor (coche, casa, vacaciones), la decisión de migrar a otro país en busca de nuevas oportunidades… Es decir, hay que tener muy claro cuándo dejarse engañar, engatusar, llevar por una historia, y cuándo mantener los ojos abiertos y utilizar el razonamiento lógico.

Protagonistas ingenuos

Gustándome la magia, me gustan mucho los protagonistas que creen en ella. Ya he hablado alguna vez del agente Patou (Jack Lemon) en Irma la dulce, que piensa que la prostituta está simplemente paseando a su perrito, o de Sam Lowry (Jonathan Pryce) en Brazil. Me gustaría detenerme en el comportamiento de este protagonista antihéroe. Sam vive en una sociedad distópica muy controlada por el Estado. Es funcionario público y tiene un empleo en un lugar gris, oscuro y con recursos escasos. Vive solo en un apartamento estándar, bastante poco acogedor. Pero Sam sueña. Se pasa las noches soñando con una bella y desconocida mujer a la que él ama. Él se sueña a sí mismo como un ser alado, un héroe con armadura y alas que rescata a la mujer de diferentes situaciones, que lucha de forma caballeresca con distintos monstruos.

Según avanza la película, los sueños de Sam van tornándose en pesadillas, pues elementos de la realidad irrumpen en ellos, afeándolos. Tiene sueños premonitorios, porque después llega a conocer a esa mujer de sus sueños en una versión real mucho menos dulce, una superviviente, Jill Layton. Y también ve otras cosas, objetos, situaciones, que después aparecen en la película.

El ingenuo de Sam piensa que puede: indagar sobre la vida de la mujer real que tanto se parece a la de sus sueños, no informar sobre la destrucción de un vehículo por parte de unos niños gamberros, entregar un talón por medios no adecuados… Pero no, Sam no puede. Y todo lo que hace este ingenuo personaje en su vida real, va quedando apuntado y notificado y se vuelve después en su contra. No cuento más: mejor verla.

Así, me da pena quitarle a Sam sus sueños, sus ilusiones. Cuando dejas de aplaudir, Campanilla se debilita, se muere. A cambio, la realidad se muestra tal como es: una gran maestra (como diría Brigitte Champetier de Ribes). Siempre quedarán espacios y lugares en los que podamos aplaudir y revivir al hada: uno de ellos, el teatro, una de las mejores prácticas que conozco, hacer clown (sí, el payaso).


¿Crees en la magia? ¿Te dejas llevar por las ensoñaciones? ¿Tienes ilusiones que no parecen concordar con la vida real que llevas? Como siempre, muchas gracias por leer y por compartir.

Vivir la vida, sin más

Como continuación del post anterior, hago ahora unas reflexiones sobre la tele (y cualquier otro dispositivo en el que veas «contenidos» en formato vídeo:

Ver mucho la tele, incluidas las series y las películas, hace que acabes pensando que el género humano es más bello de lo que es.

Solo tienes que acudir a un lugar en el que se reúna mucha gente a la luz del día (concierto, playa, carreras) para darte cuenta de la realidad.

Un salón con tele

Los de la tele pasaron por un casting

Piénsalo: la gente que sale por la tele, aun los que hacen de feos, han superado un duro casting, se les ha «arreglado», pulido y maquillado y se les fotografía con la mejor luz posible o con la peor si quieren que parezcan muy malos. Únicamente los políticos no han seguido ese proceso de selección, sino otros, y quizá no sean tan vistosos como los personajes de ficción y los presentadores.

Los de la tele actúan: están en acción

Además, hay otro factor muy interesante: la gente de la tele (ya me estoy recordando a mí misma a Caroline, de Poltergeist) siempre está en acción. Puede que estén sentados en sillas, pero esa situación dura poco. La mayoría del tiempo, los que salen en programas, películas y series están en acción, algo que definitivamente NO sucede en tu día a día oficinesco.

Hay un tipo de escena muy habitual sobre todo en las series: varios personajes van discutiendo un tema complejo mientras andan por los pasillos. Lo he observado en El ministerio del tiempo, The Good Wife y House of Cards, por citar algunas. En la realidad, ese tipo de conversación suele mantenerse a puerta cerrada y en sillas, de una manera bastante estática que acaba siendo soporífera.

¿Acaso nos invitan desde las series a dinamizar nuestras habituales reuniones aburridas?

Quizá. Sería bastante curioso y raro mantener reuniones andando, sobre todo si son en las oficinas desconocidas de un cliente, cuyos pasillos de pronto terminan en un ángulo muerto detrás del cual no hay más que una triste máquina de café. ¿Qué hacer en ese momento? ¿Dar torpemente la vuelta? Digamos que en esa escena hay ahí como cuatro o cinco personas, en un pasillo de algo más de un metro de ancho, chocando con una máquina de café.

La contra-moda de vivir la vida sin más

Si de verdad te apuntas a la contra-moda de «hacer lo común» y «vivir la vida, sin más», entonces deja de ver la tele porque te va a parecer todo un rollo (fuera de ella).

En efecto, cuando prestas atención a lo que sucede en tu día a día y observas con detalle a las personas que pueblan el mundo, el glamour desaparece: la mayoría del tiempo vas a estar en una escena plomífera en la que una persona (tú) está sentada ante un ordenador (él o ella) durante muuuuchas horas. Tras esta escena, aparece una escena de una persona (tú) sentada en su coche (él o ella) o bien en un transporte público durante muuuuchos minutos. Y por último, aparece una escena de una persona (tú) acompañada o no por otras personas (ellos o ellas) sentada en un sillón viendo en una pantalla a otras personas moverse, caminar por largos pasillos, siendo en todo momento muy bellas y conservando el maquillaje intacto (incluso cuando se despiertan por la mañana).

No quería desincentivar tu intento de seguir este arduo camino. Creo que al dejar ir «lo extraordinario» y las «experiencias» puede que de pronto puedas tomar conciencia de las personas más cercanas, cómo son, cómo te quieren, cuál es su calidez, dónde están, qué hacen… Incluso si lo que hacen es estar sentadas en el sillón viendo la tele.


Me gustaría conocer tu opinión. ¿Sueles ver mucho la tele? ¿Qué reflexiones te surgieron mientras leías este post?

Como siempre, te agradezco mucho que te tomes el tiempo tanto para leer el artículo como para compartir tus pensamientos en comentarios.

Son lentejas: si quieres las comes y si no…

Se muestra un plato de lentejas para ilustrar la idea de que la realidad es igual: o las comes o las dejas.

¿Vives la realidad tal cual es?

Las frases: «Esto es lo que hay», «Así son las cosas», «Son lentejas» tienen connotaciones muy negativas. Pero son las que mejor reflejan lo que es. La realidad es aquello que es, no aquello que te gustaría que fuese, aquello que deseas que sea en el futuro. Y la realidad jamás será aquello que habría sucedido si hubieras actuado de otra forma. Este tipo de frases, la tercera condicional (si hubiese… habría…) reflejan aquello que jamás sucederá, porque no se puede intervenir en un suceso del pasado para cambiarlo.

La forma habitual de aceptación es la resignación

Una vez se comprende que “esto es lo que hay”, la resignación lleva a aceptarlo desde la impotencia, desde el rechazo, desde la ira contenida. Se completa la frase con: esto es lo que hay “y lo voy a boicotear”. La mayoría de las veces, el boicot es contra uno mismo/a. Es como luchar contra corriente: el sufrimiento de tanto esfuerzo lo pagas tú.

Reconocer y aceptar, desde lo más profundo, que “esto es lo que hay”, da sin embargo una oportunidad de liberar la gran cantidad de energía que se invierte en negarlo, en cerrar los ojos, en hacer oídos sordos. Esta energía se puede utilizar entonces para sacar provecho de “lo que es”, para conocerlo realmente en lugar de pensar sobre ello, para disfrutarlo, vivirlo, gozarlo.

Pensar sobre las cosas es la mejor manera de alejarse de ellas.

Automáticamente se convierten en una construcción mental. Se crea una simplificación de lo real, se generaliza y se eliminan datos. Se piensa que así se maneja mejor la realidad, y lo que se hace es vivir en un cuentecito protegido, de autoengaño. Si fuese posible permanecer en él mucho tiempo (algunos/as son hábiles en vivir en la mentira durante años), quizá hasta compensaría. Lo malo es que nuestra fantasía personal choca una y otra vez, invariablemente, contra la realidad, contra lo que hay, contra las lentejas.

Pienso que cada vez vivimos más en un mundo no cierto, porque cada vez salimos menos fuera a comprobar si el cuento funciona, si estamos manejando hechos o estamos viviendo de interpretaciones. En una vida cercana a la naturaleza, donde hay que buscar en la realidad para subsistir (agua, alimento, cobijo), es más difícil caer en el autoengaño. En una vida en que se pasa la mayoría del tiempo sentado/a, consumiendo productos “virtuales” que van directos a la mente (televisión, programas de ordenador, Internet, teléfonos, GPS…) es muy difícil, por el contrario, permanecer cercano a lo real, a lo que es.

De hecho, el lenguaje es un gran culpable de esta separación de lo que es. Algunos sistemas, como la programación neuro-lingüística (PNL), afirman que el lenguaje genera realidad. Porque la forma de describir un suceso crea el suceso: las palabras que se eligen, los elementos que se seleccionan según la prioridad que se da a unos sentidos u otros, todo ello conforma una amalgama que llamamos realidad. En esta línea están también todos los sistemas de creencias tipo “El Secreto”, “La ley de la atracción”, “Poder sin límites”. Su hipótesis es que, creando la realidad en la mente, puede conseguirse aquello que se desea.

¿Realmente es tan maravilloso conseguir aquello que se desea?

Un deseo cumplido puede ser una condena, porque siempre surgen elementos que no se habían tenido en cuenta a la hora de elaborar ese deseo, esa esperanza. Por ejemplo, es como querer un Ferrari y no tener en cuenta que conlleva un mantenimiento y que las piezas del Ferrari cuestan mucho más que las de otro coche. Es como querer aprobar una oposición y, una vez se llega al puesto, comprobar que ni motiva, ni gusta, ni compensa.

En cualquier caso, las expectativas, más que ayudarnos a vivir, nos pueden traer por la calle de la amargura, porque de nuevo alimentan el juego de “yo me invento la realidad”, juego arruinado cada vez que la realidad te muestra quién es. Conozco mucha gente que me dice: “yo decido mi destino, soy dueño total de mi destino”. Suelo responderles: si hubieras estado en las torres gemelas el 11S, ¿habrías dicho lo mismo?, o si te sobreviene una enfermedad grave, ¿tú la has buscado?, o si naces en África en un pueblo sin agua corriente, ¿tú confeccionas tu destino? ¿Seguro?

Creo que es un juego más bonito, más interesante y más factible el de “yo fluyo con la realidad”. Dejarse llevar, sin metas, sin expectativas, ir con la corriente, tomar todo lo que se te ofrece en cada momento, extraer el jugo de la realidad. Para ello, has de estar aquí y ahora. Se trata de dejar de vivir en el futuro, con tensión y ansiedad o con esperanza y deseo. Se trata de empezar a vivir ahí donde estás en cada momento.


Por ejemplo, ¿dónde estás ahora? ¿Cuál es tu realidad ahora? Puede ser muy duro responder a estas preguntas, y más cuando se trata de ver, de observar, de vivenciar realmente el momento. Duro y revelador. ¿Cómo lo ves?

Actuar sobre la base de la locura


Cada vez estoy más convencida de que lo que dicen los sistemas de creencias orientales al respecto de nuestra mente es cierto: nuestra mente está enferma, y actuamos sobre la base de la locura.

Al principio, escuchaba estas aseveraciones y me parecían exageradas, una forma pintoresca de llamar la atención sobre dos ideas: lo que percibimos no es en ningún caso la realidad y además, no tenemos la capacidad de hacernos una idea de lo que hay “ahí fuera”. Nuestro cerebro inventa la realidad para ayudarnos a entender lo básico en ella: generaliza, simplifica y elimina.

El invento de la «burrocracia»

La forma en que el cerebro inventa es bonita y anecdótica cuando nos quedamos en las paradojas de la percepción, en las famosas ilusiones ópticas, en el conocimiento de las violaciones que se hacen del lenguaje, en comprender que inferimos aquello que no nos han dicho, etc. Para mí, todo esto deja de ser bonito en lo que respecta a la burrocracia. Sí, he dicho bien, ésta debiera ser la forma en que esta palabra se escribe, burrocracia, porque es una cosa de burros (con perdón de los burros), de mulas de carga, de ineptos mentales que ponen en evidencia trastornos mentales importantes.

Algunos grandes sistemas (gobiernos, empresas) se aferran a los procedimientos, protocolos, sistemas, planes… en los que se invierte el 80% del tiempo de muchos empleados, para producir acaso un 1% mejor (ni siquiera se cumple la regla inversa del 80/20). ¿Por qué este amor por papelorios, documentos digitales, archivos, carpetas? ¿Cómo puede preocupar o importar lo más mínimo que un sello de empresa se ponga en azul o en rojo, o que se firme un documento en azul o en negro? ¿Cómo puede tener sentido que haya personas que destinan copias de documentos a sí mismas, o que dos personas que físicamente están a unos 5 metros tengan que guardar ambas archivos de copias del mismo papel?

Comportamientos «burrocráticos»

Según algunas visiones de gurús orientales, en relación a la mente podríamos considerar que existen dos tipos de trastornos: una mente normalmente enferma (esto es, que tienes la misma enfermedad que otros a tu alrededor, por ejemplo estrés, ansiedad…) o anormalmente enferma, que quiere decir que padeces algo único: tu enfermedad no es algo ordinario; es excepcional.

Sea como fuere, si entras en tu oficina y te encuentras primates en lugar de humanos, ¿no te parecería raro su comportamiento? Todos sentados “de cara a la pared”, contemplando unas pantallas, en silencio, sin relacionarse de forma “natural”, manejando con interés sesudo unas hojas de papel, cruzándose por el pasillo machos y hembras sin desplegar un intento de flirteo “natural”, sentados hora tras hora tras hora, sin rascarse, y lo más importante, sin tocar a ningún otro. ¿Puedes ver la imagen?

Quizá se te ha colado en la mente un conjunto de chimpancés vestidos, de esos que vemos en los posters. Chimpancés vestidos con mentes enfermas que se fijan en si un texto está escrito en letra Arial o en Times en lugar de estar saltando de un árbol a otro, comiendo, o simplemente descansando…

Nos inventamos la realidad

Nassim Taleb y el concepto de Cisne Negro

Cómo no ser el cordero el día de Navidad

Cada vez estoy más convencida de que cada uno vive en el mundo que se ha creado para sí mismo/a. Que el mundo que te rodea, por decirlo de otra forma, está en tu cerebro, en tu mente. En ningún caso está fuera de ti.

Nos inventamos la realidad

¿Cómo es posible que no exista el mundo que me rodea? Solo mira cómo tu mente procesa la información que recibe: cuando le faltan datos, el cerebro generaliza para crear una información más simple, elimina lo que considera superfluo y distorsiona aquello que percibe, filtrándolo a través de las creencias y las expectativas.

Como dicen en Programación Neuro Lingüística, tenemos una tendencia innata a confundir el mapa con el territorio, nuestro mapa mental con la realidad que está fuera. Tendemos a creer que sabemos más del «mundo exterior» de lo que sabemos, y esto puede llevarnos a correr riesgos sin ni siquiera ser conscientes de ello.

De hecho, no solo es que nuestra mente esté preparada para procesar la información de una determinada manera, es que, cualquiera que busque la confirmación de sus creencias, la encontrará, porque seleccionará de la realidad aquellos elementos que concuerdan con sus ideas. Así, personas de diferente orientación religiosa o política, ante los mismos hechos, observan realidades completamente opuestas.

Las creencias facilitan la vida pero te ciegan

Sabiendo que elegimos las creencias de formas a veces poco rigurosas, solemos tratarlas como propiedad personal que debe ser protegida y defendida, incluso con la vida. Podemos haber adquirido una creencia en el colegio, a la edad de siete años, y no volvemos a modificarla jamás. Cuando sentimos que esa creencia es atacada, reaccionamos como si estuviera amenazada nuestra existencia, cuando la única amenaza que se da es la de nuestro ego.

Otra de las tendencias de nuestra mente es a buscar explicación a cualquier acontecimiento. En especial, esto nos juega malas pasadas cuando hemos actuado por impulso, y luego sentimos que tenemos que justificar nuestras acciones. Es un derecho asertivo no tener que dar excusas. Sin embargo, la mayoría de la gente busca una razón «que suene bien» incluso para sí mismo/a. Esto explica por qué en un experimento en el que mujeres elegían de entre una muestra de panties, dieran todo tipo de razonamientos de su elección cuando, en realidad, todos los panties eran exactamente iguales.

Así, los seres humanos parecemos amar el autoengaño, porque no solo se trata de responder ante los demás, se trata de creer que hemos actuado con lógica y raciocinio en todo momento. El problema, por tanto, no está en la realidad que observamos, sino en que tenemos una especie de ceguera genética que nos protege, haciéndonos creer que el mundo es mejor de lo que es, que tenemos más probabilidades de que nos toque la Lotería de las que existen estadísticamente, que «todo irá bien», o que «ya saldrá» lo que sea (el trabajo, el amor, el dinero).

No seas el cordero de Navidad

Nassim Nicholas Taleb trata de estos temas en su libro El cisne negro, en el que, entre otras muchas cosas, nos explica cómo no ser el pavo del día de Acción de Gracias, o como yo he puesto en el título, cómo no ser el cordero el día de Navidad.

En efecto, el cordero es alimentado día tras día durante digamos un mes. Para el cordero, la realidad es más que esperable: todos los días, a una hora concreta, le dan de comer, y bastante bien. Sus expectativas de futuro son halagüeñas, comerá cada día a la misma hora, felizmente. Todos, menos el día de Navidad, en que ocurre algo muy distinto. Curiosamente, la confianza del cordero en que va a ser alimentado aumenta cada día, aun cuando la matanza es cada día más cercana. Para evitar ser como el cordero, debemos conocer que la realidad no es tan predecible como creemos, que suceden acontecimientos altamente improbables pero que trastocan por completo nuestras vidas (y es a lo que Taleb llama «cisne negro»).

Más información

Página web de Taleb

Entrevista al autor