Ayer, paseando distraídamente por una exposición de pintura, una amiga me dijo que su padre había tenido mucho talento para la pintura, talento que ella no había heredado, por lo que admiraba la capacidad de algunas personas de plasmar imágenes realistas en cuadros. Describió cómo pintaba su padre:
Como en esa época no tenían tele, escuchaba la radio de fondo y se dedicaba a pintar.
Mi amiga hablando de su padre.
Entonces me imaginé una escena plácida y calmada: el hombre dibujando sus bocetos, su mujer leyendo una revista, cosiendo o dormitando, la radio emitiendo una música de antaño. Se podían pasar horas así, la mesa camilla entre medias, acompañados y solos, disfrutando de esos ratos de paz. Y me pregunté si alguien de nuestros tiempos que no supere los 70 años vive escenas tranquilas y agradables como estas. Porque yo no.

No hay un impedimento de apagar la tele, poner el móvil en modo avión, encender una radio (si aún se tiene tal objeto) y, relajadamente, comenzar a deslizar un lápiz por un papel. Es más, probablemente la mayoría puede permitirse unos cuantos rotuladores, témperas o carboncillos, papel específico para cada tipo de pintura, un caballete… Lo que la mayoría quizá no puede permitirse es dejar de mirar el reloj, de comprobar el móvil, de estar permanentemente atento a las novedades y cambios de los tiempos tumultuosos, reaccionando a todo sin tiempo para sopesar qué acciones tomar.
Otra imagen: la gente de los pueblos sentada a la puerta de su casa, fuera. Unos en un poyete, otros en unas sillas que han sacado. Salen, se sientan, miran al infinito. O bien, hablan entre ellos. La actividad no puede ser más barata. Pero ya no la vemos en pueblos más grandes o en ciudades, porque «estar» no es suficiente, tienes que estar por alguna razón, hacer algo. La mayoría justifican su «estar fuera» observando a sus hijos o nietos jugando en los columpios: «¡Ah, qué bien!, ya tengo una excusa para estar apaciblemente sentado fuera de casa». Si no, es posible que pensemos que la persona que está como una seta es «rara». O aún peor: un vago o un maleante.
El «observamiento»
Hace poco he oído hablar de Jorge Rey, un chaval de 16 años que predice el tiempo de forma «tradicional», acientífica, fijándose en la naturaleza, si bien también está al corriente de los modelos meteorológicos. Es el que en su día predijo la Filomena. Vi la entrevista que le hizo Iker Jiménez, en la que este chico cuenta que ha acuñado el término «observamiento», mezcla de observación y pensamiento. JR, como él se llama a sí mismo, combina varias técnicas para sus predicciones: por un lado, observa la naturaleza a su alrededor y saca conclusiones sobre ella. Por otro, escucha los refranes de los mayores, pregunta a unos y a otros sobre métodos tradicionales como las cabañuelas o las témporas, y saca conclusiones.
Por ejemplo, en el vídeo a continuación, comienza con un refrán:
De San Quilicio a Santa Lucía, lo más fresco, la sandía.
Refranero español.
La parte que más me interesa de lo que cuenta este chico es la observación de la naturaleza. Ese vivir un poco más contemplativo, sosegado, en el que se puede parar a analizar el comportamiento de las hormigas, o las aves. Es un modo de conducirse por la vida ajeno al ajetreo, a la distracción constante, a la búsqueda de notificaciones y «me gusta», si bien no es incompatible con vivir en el mundo actual: como veis, el propio JR es youtuber y es activo en redes sociales.
La niña que sobrevive a la jungla
La hermana mayor de los 4 niños perdidos 40 días en la jungla es otro ejemplo de cuidadoso «observamiento» de la naturaleza y de los peligros y amenazas que pueden presentarse, incluidos, o especialmente, otros humanos. Estos niños son indígenas y tenían un conocimiento previo de la jungla: sus condiciones, qué se puede comer, cómo ocultarse y cómo permanecer en absoluto silencio. La hermana mayor añade a esta sabiduría tomas de decisiones muy maduras, propias de un adulto, para actuar con calma, calculando, sopesando. Indudablemente, sabe observar la naturaleza a su alrededor y piensa sobre lo observado, saca conclusiones y actúa.
Podemos pensar dos cosas: quizá estos niños en la gran ciudad no habrían sobrevivido: sus conocimientos se circunscriben a la selva. O podemos pensar que cualquiera de los que vivimos en la gran ciudad sí saldríamos adelante 40 días en ella por nuestro gran conocimiento, nuestro «observamiento» de… ¿de qué? ¿Del tráfico? ¿De que todo tiene un precio? ¿De que da la sensación de que a nadie le importan las penurias de otro cuando lo tiene «demasiado cerca»?
Desde que los hombres grises nos robaron el tiempo, nos conducimos como zombis por la vida: muertos vivientes. Es claramente una generalización, pero seguramente mucha gente se sienta identificada con esta sensación: no le da tiempo a pararse, respirar, observar, conducirse con tranquilidad, «perder el tiempo». Paradójicamente, cuanto más lento nos conducimos, cuanto más nos aburrimos, cuanto más nos dedicamos a esbozar figuras en un papel mientras suena la radio, más lento parece ir el tiempo y más completa se siente la experiencia.
¿Cuál es tu caso? ¿Consigues la paz necesaria para simplemente «estar»? ¿»Pierdes el tiempo» felizmente charlando con alguien o mirando cómo una hormiga arrastra una miga de pan? Me encantará leer tu punto de vista en Comentarios. ¡Gracias por leer!
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