Las cabezas blancas

Hace poco estuve en un concierto de rock de un grupo amateur, pero bastante experimentado. Al mirar hacia el público, vi una buena proporción de cabezas canosas. Después me fijé en que también las había entre los integrantes del grupo. Entonces me di cuenta de la edad: los que estábamos allí rondábamos o habíamos pasado los 50 años, éramos «señoras y señores». Y sentí nostalgia, porque me pareció que ese grupo de rock, ese tipo de concierto, tenían los días contados. Antes, ir a un concierto como este era ser joven. El concierto de pronto cambia de significado y se convierte en una actividad para gente «de edad madura».

Cuando «era joven», creo que era bastante consciente de la edad que tenía. Sabía identificarme «con los de mi edad». Había niños, jóvenes y mayores. Pero a partir de los 40 más o menos, hay un largo periodo en el que muchas personas como yo se identifican erróneamente con gente más joven: vas por la calle, se cruza «un señor», y no te das cuenta de que tiene tu edad. O se cruza «un chico de mi edad» y no te das cuenta de que tiene diez años menos. Ahora entiendo eso que decían mis padres:

Tú siempre eres la misma persona, por dentro no envejeces, te sientes igual, no puedes percibir la edad porque [tu espíritu, tu alma, tu mente, lo que sea] no envejece.

Mis padres.
Imagen de 박유정 Alex park en Pixabay. Dejé Midjourney: ya no es gratuito y sigue siendo complicado usarlo.

Cuando el esfuerzo no compensa

Entre el público del concierto de rock había otros que una vez pertenecieron a un grupo, pero ya se sienten cansados. Comentan que no compensa tener que llegar con antelación, cargar todo el peso, especialmente de la batería, montar el escenario, actuar y luego desmontar todo a las tantas, llevarlo a los coches… Todo este esfuerzo por unos 300-400 euros para repartir entre los componentes del grupo. Este es el punto de inflexión: cuando el esfuerzo de un disfrute no compensa.

Mi forma de medir la juventud de espíritu de una persona que ya ha pasado los cuarenta es comprobar si habla de jubilarse. Una persona joven puede hablar de «ojalá me toque la lotería y me retire a un país tropical», pero de jubilación, del concepto de dejar de ser útil a la sociedad y dedicarse a cultivar las aficiones, solo hablan personas que empiezan a sentirse cansadas, que ven más grande el esfuerzo que la recompensa.

Otra manera de medirlo es cuánto se sacrifica una persona por ver a otras: los abuelos están en su casa y sus familiares van a verlos. Cuesta que salgan, que hagan un esfuerzo por ir a un sitio muy alejado. Solo algunos muy animados se apuntan a viajes y tienen una agenda como de persona joven. He observado que estos últimos puede que vivan muchos más años. Pues bien, ya a partir de los 40-50, escucho a las personas decir que ya no van a tal sitio o no quieren conocer a alguien que esté a más de 20 Km de su casa: demasiado lejos. ¿Lejos? Tú, que has querido recorrer el mundo, tú que te has querido retirar en un país tropical, ¿me dices que no recorres más de 20 Km? Pues sí, aceptémoslo: a partir de una edad, independientemente de la salud, se empieza a sentir un cierto cansancio, se está a gusto sentado viendo la tele, se olvidan grandes aventuras que conllevan grandes sacrificios.

Esta canción de Queen habla de la nostalgia de aquellos días que ya se han ido.

¿Qué es «joven»?

Recientemente leía los materiales de una autora sobre público objetivo en marketing y hablaba de «mujeres de edad avanzada» para referirse a la franja de 40 a 60 años. Le comenté que eso eran mujeres maduras, la edad avanzada está más allá. Claro, la persona que lo había escrito es joven.

Cuando te preguntan cómo es alguien y empiezas a describirlo, puede que digas: «es joven». Ser joven es algo muy relativo, ahora que se ha alargado bastante la edad de la juventud. Así que quien dice «joven» establece el punto de referencia con su propia edad. «Sentirse joven» no vale tanto como «ser joven», en el sentido de que muchos nos sentimos jóvenes pero no lo somos ya desde ningún punto de vista. Por ejemplo, hace pocos meses iba andando por la calle y se me cayeron las gafas de sol, pero no me di cuenta. Un señor de unos 85 años decía detrás de mí: «¡Señora, señora! ¡Se le han caído las gafas!». Yo no me daba por aludida porque no esperaba que un señor mayor que mis propios padres me pudiera ver como a una señora. Pero así era.

Hay un periodo de los 40 a los 60, realmente largo, en el que se empieza a estar más cerca del final que del principio, pero no se quiere ser consciente de esto. Un periodo de «persona madura», con la cabeza encanecida, blanca, en el que todavía se lleva un ritmo de vida «joven» pero que ya va haciendo mella cuando es muy ajetreado. Un periodo en el que nos identificamos con personas más jóvenes porque no podemos creer que nos hayamos hecho tan mayores tan pronto. Un periodo en el que vas a un concierto y de pronto descubres que tú eres una de esas personas de cabeza blanca, pero no habías querido ser consciente de ello.


Dedicado a FHF.

La tendencia a la entropía

Puedes pensar que todo tiende al equilibrio y las aguas vuelven a su cauce y puedes pensar que todo tiende al caos y el desorden es siempre creciente.

Un buen amigo mío decía justo lo segundo: un profesor de Teleco, de Campos electromagnéticos, veía claramente cómo todo tiende al desorden, que es lo que mide la entropía, según la segunda ley de la termodinámica.

La cantidad de entropía del universo tiende a incrementarse en el tiempo.

H. Callen

Así, voy paseando por las calles de una ciudad que antes fue pueblo y encuentro el desorden creciente, la tendencia al caos, el cómo unas construcciones se juntan con las anteriores sin parecerse, sin existir armonía entre ellas, con distintas alturas, diseños, colores, épocas. Los edificios más altos parece que engullen a casas bajas encaladas, que resisten empujándolos por los lados.

Otras casas se vienen abajo venciéndose por el tejado y mostrando sus secretos azulejos de la cocina o del baño, algunas más están simplemente en un claro estado de abandono, aderezado o no por cartones, por pises, por ratas.

Pero ¿qué es eso de la entropía?

Me puse a averiguar qué es la entropía y hasta qué punto describe esto que le sucede a una ciudad, a las obras de arte físicas, a las plantas, que crecen sin orden ni concierto, pero también al cuerpo humano. Encontré distintas definiciones de este concepto, que ha ido cambiando a lo largo del tiempo, lo que encontré me pareció fascinante.

La palabra entropía procede del griego, denota un movimiento de giro o de cambio. Lo interesante es que se trata de un cambio irreversible. Este concepto lo tomó un físico y matemático alemán, Rudolf Clausius, que se puso a pensar en la transformación de un sistema, revisando el ciclo de Carnot.

Rudolf Clausius. Imagen de dominio público.

Por lo que he entendido de mis lecturas, un sistema termodinámico va cambiando, la entropía va aumentando cada vez que se dan intercambios de calor entre un cuerpo y otro. En estas reacciones, en estos intercambios de energía de los cuerpos, hay una parte de energía que se pierde: no todo el calor del cuerpo A pasa al cuerpo B. Esa parte se disipa o se pierde por fricción, por lo que no se transforma en energía útil (trabajo). La entropía entonces es medida de este «desorden» asociado a esa pérdida de trabajo. Está además en relación con los «microestados» que pueda adoptar un sistema.

Al ser el universo mismo un sistema termodinámico, puede llegar un momento en el que el flujo termodinámico se acabe, no haya más calor y el universo muera. Al pensar en esto, se te queda la cara que se le quedó a Rudolf Clausius cuando se lo planteó.

También he leído que la entropía puede ser una forma de observar el transcurso del tiempo en una sola dirección.

…de los dos únicos sentidos en que puede evolucionar un sistema, el espontáneo es el que corresponde al estado del universo con una igual o mayor entropía. (…)  A modo tanto de cuestión filosófica como de cuestión científica, este concepto recae inevitablemente en la paradoja del origen del universo: si el tiempo llevara pasando infinitamente, la entropía del universo no tendría sentido, siendo esta un concepto finito creciente en el tiempo y el tiempo un concepto infinito y eterno.

Artículo de Wikipedia relacionado

La entropía solo puede aumentar con el tiempo, nunca disminuir. El ejemplo que he leído es curioso: se puede ir pasando pintura de un bote de pintura blanca a uno de pintura negra y viceversa, hasta llegar a un punto en el que se tienen dos botes de pintura gris. Pero este proceso no se puede revertir, de los botes de pintura gris no se puede volver al blanco, ni al negro.

Por otro lado, cuando ya tenía claro que entropía y desorden iban de la mano, leo que la entropía puede ser la medida del orden del sistema termodinámico, la medida de su equilibrio.

El desorden perfecto

Vuelvo a utilizar la entropía como metáfora de la decadencia de las ciudades, o de los cuerpos. Ese desorden, esa mezcla variopinta de edificios, esas plantas que brotan de entre las rocas sin apenas nutrientes, forman un mosaico de realidad: es lo que hay, no parece que el universo tenga un mal funcionamiento, al revés, parece que se arregla muy bien sin ninguna teoría que lo reduzca. El universo es, de esta manera, perfecto, la realidad misma. Y el desorden, entonces, forma parte de él.

En las calles, en las casas, vamos mezclando sin darnos cuenta el bote de pintura blanca con el de pintura negra. Al principio no se nota, una gota de un color sumergida en el otro no se ve. Con el tiempo, ambos son grises, se han equilibrado. Quizá este momento de equilibrio sea el de una ciudad completamente en ruinas, ya no sin tejados, ya sin paredes, sin calles, un conjunto de piedras y materiales que descansan cómodamente en la tierra y de ahí no se van a levantar.

O bien se intenta evitar esta heterogeneidad que lleva al desorden y se planifican y estructuran calles nuevas, vacías, que se irán llenando con los años con edificios nuevos, más uniformes entre sí, casi iguales. La zona está mejor organizada, aparentemente, los edificios son homogéneos, tienen alturas similares. Todo parece mejor. Pero el asfalto comienza a deteriorarse. Además, se detecta que faltan pasos de cebra, o sobran, o faltan cambios de sentido en esas largas avenidas planificadas. Porque la entropía se abre paso con la flecha del tiempo y no vuelve atrás. Nunca vuelve atrás: es irreversible.

Las edades del hombre

He visto la nueva película de Top Gun. Llama la atención lo bien que se conserva Tom Cruise, a pesar de que este año 2022 cumpla los 60 tacos. Aun así, el que «Maverick» sea como el abuelete de los nuevos pilotos, hace que su historia personal esté desleída (ocurrió en los 80, nada menos) y sin embargo roba el posible protagonismo a los nuevos, personajes totalmente planos y sin sustancia (desde mi punto de vista de espectadora palomitera).

Imagen tomada de https://www.infobae.com/historias/2022/05/26/top-gun-el-capitan-que-casi-arruina-la-mejor-escena-la-tragica-muerte-en-el-set-y-tom-cruise-banado-en-su-vomito/

Por Tom Cruise pasan los años también, aunque de forma diferente a como pasan por la mayoría. ¿Cómo sería Tom en el siglo XIX y con los avatares de aquella época? ¿Cómo serían él o cualquier actor o actriz sin acceso a los retoques? ¿Cómo seríamos cada uno de nosotros si no nos pudiéramos teñir el pelo y no existieran los gimnasios?

Me voy a mi fuente preferida: los episodios nacionales de Galdós. En ellos, hay varias referencias a la edad de los personajes y lo que estaban haciendo en ese momento. Llama la atención que el envejecimiento era bastante parecido al de ahora, por las descripciones que hace don Benito de los personajes. Por ejemplo:

Gay (…) era un hombre membrudo, como de cincuenta años, la cabeza blanqueada por canicie precoz (…)

Luchana.

Es decir, al escritor le parece prematuro tener canas a los cincuenta años. Yo diría que hoy en día nos parece lo más normal; estamos en el mismo caso.

En otra parte de Luchana, se habla de Aura y otras amigas suyas: tienen alrededor de 20 años y en varias ocasiones los otros personajes las llaman «niñas». Esto no quita para que estén en edad casadera y ya se empiecen a arreglar compromisos con esta o aquella familia.

Nuestro ya estimado don Beltrán de Urdaneta, cuando habla de su ceguera progresiva, comenta:

Hay días en que no veo tres sobre un burro, y si sigo así, pronto quedaré ciego. Esto me aflige, porque me he propuesto llegar a los noventa.

Don Beltrán de Urdaneta en Luchana.

Es decir, en el siglo XIX era normal que alguien se propusiera vivir hasta los noventa años.

Por otro lado, esto dice don Beltrán de su nieto:

Figúrate que tiene veintiséis años, y ya es calvo… sí, hijo mío: se le cae el pelo de tanto cavilar haciendo números, y enfilando largas baterías de reales y maravedises. Su calvicie procede también de la sordidez, de la sequedad del entendimiento, donde no han entrado más que los números.

Don Beltrán hablando de su nieto Rodrigo, Luchana.

De esta descripción se puede deducir que no era normal en esa época que a un chico joven se le empezase a caer el pelo tan pronto. También se puede inferir que no mucha gente se dedicaba a «cavilar haciendo números», y que semejante actividad parecía conducir a la calvicie, frente a otras de más acción física. Esto da que pensar.

Modos de vida

En aquella época, la actividad física era muy superior a la de la época actual. Las mujeres iban al mercado, o mantenían una casa, o tenían que atender una granja, etc. Los hombres estaban en el ejército, o trabajaban el metal, como vimos en el post anterior, o traían y llevaban mensajes. Es posible que la acción de los personajes de ficción sea mayor que la de las personas reales de la época. Eso también ocurre ahora: en las series y películas, casi siempre los personajes están de pie, recorren un pasillo, se suben a un coche, se bajan… Rara vez permanecen mucho tiempo frente a una pantalla o mirando su móvil en el sillón, porque es aburridísimo de ver. Haz el ejercicio de verte desde fuera en el transcurso de un día: casi todo el rato aparecerás en posición sentada mirando fijamente a algo.

Aun así, el narrador no califica como extraño que sus personajes estén en constante movimiento y acción física, que recorran largas distancias andando (largas es media España) o que paseen por la ciudad durante largo rato. Rara vez aparecen sillas en las descripciones de los espacios cerrados, salvo en los bares en los que los personajes se reúnen a hablar de política. Y las camas suelen ser camastros «más duros que la piedra», rara vez un personaje descansa en una cama confortable.

En resumidas cuentas, se podría deducir que las edades de la época eran similares a las actuales, y que en cambio, los signos de envejecimiento como la calvicie o las canas no se ponían de manifiesto tan pronto, quizá por una actividad física mayor.


Ya, ya sé que últimamente visitamos mucho el siglo XIX, quizá habría que escuchar este consejo que Galdós pone en boca de Sabino, padre de Zoilo:

(…) conviene que no mires tanto a lo pasado, pues el que mira mucho atrás, atrás se queda… y el que vive entre fantasmas en fantasma se convierte…

Sabino en Luchana.

Puede que en otro post hablemos de la inflación y tal y cual. Ya veremos. Mientras tanto, muchas gracias por leerme, por comentar y por compartir. 🙂

Costumbres de antaño

Leyendo los episodios nacionales me voy encontrando con menciones al estilo de vida que seguramente en esa época no llamaban la atención, pero que al leerlas ahora, resultan chocantes o curiosas. Voy a recoger algunas aquí, de forma no exhaustiva. Son las que más me han llamado la atención de los últimos episodios que he leído, pero hay muchas más: te invito a descubrirlas.

Que la fuerza bruta te acompañe

En el siglo XIX todavía se utilizaba mucho la fuerza física de personas y animales. En Luchana, Zoilo y su familia son herreros. Trabajan el metal como en el cuadro de La fragua de Vulcano, a mano, con la fuerza bruta y viril.

Sano y vigoroso, dotado de un temple acerado y de una naturaleza a prueba de inclemencias, no conocía el cansancio. A los veintidós años gustaba de mostrar su fuerza hercúlea en cuantas ocasiones se le presentaban (…). A su pujante vigor muscular correspondía su intachable conformación corpórea, de líneas estatutarias, y un rostro atezado, de serena expresión, toda lealtad y nobleza sin pulir (…). Tenía conciencia de su fuerza física (…), pero no sospechaba que era hermoso siempre, y más cuando tiznado y cubierto de sudor domaba la dureza de un metal menos consistente que su voluntad.

Descripción de Zoilo. Luchana.
La fragua de Vulcano. Dominio público.

Otro ejemplo de necesidad de fuerza física son los camilleros. Cuando Galdós habla de que se llevaban a los heridos en camillas, la imagen mental que me vino es una camilla con sus patas y sus ruedas. Pero no, las camillas las levantaban dos forzudos hombres, uno por cada lado, de manera que hacían falta dos hombres no heridos por cada camilla.

Huevos fritos con chorizo

En las novelas de don Benito sale muchas veces la comida. Diremos que Galdós no debía de ser muy fan de la dieta mediterránea. Lo que más comen sus personajes es queso con pan, de beber, siempre toman vino, si meriendan, pueden tomarse un chocolate con bollos, más raramente un café.

Eso sí, se desayunan unas sopas o unos huevos fritos con chorizo como si tal cosa. Cuando pasan hambre, los personajes comen sobras de lo que han comido otras personas. Es una imagen bastante impresionante. Cuando los precios suben por la guerra, pueden que tengan que comprar unos huevos muy pasados y a precio de oro.

Huso horario

Algo pasó en algún momento con el huso horario, porque en los episodios nacionales, cuando es verano, amanece y anochece a las 5 de la tarde. Repito: a las 5 de la tarde. Eso me recuerda a cuando estuve en el Mar Rojo en verano, precisamente: amanecía y anochecía a las 6, así que a esa hora había que levantarse/irse a dormir. He investigado sobre esto, lo que he encontrado son dos artículos (a su vez copiados a otras páginas) sobre que las horas en el s. XIX eran distintas en cada provincia.

Además, se comía y cenaba a otras horas. En Luchana, unas señoras de la nobleza comentan que:

…amiga mía, no puedo avenirme a esa novísima costumbre de comer a las tres y cenar a las once de la noche… costumbres napolitanas deben de ser éstas…

La «señora incógnita» en una carta a Fernando Calpena. Luchana.

Mira, ya sabemos por qué en España tendemos a comer y cenar más tarde que otros europeos. ¿Lo harán así los napolitanos, como dice esta mujer?

A pie

Verdaderamente, cuando los personajes de Galdós recorren varias provincias de la geografía española andando, llego a sentir su cansancio. No, no van en un carro, a veces unos sí tienen carro o burro, los más nobles, caballo, pero van todos a la vez, así que se entiende que van al ritmo de los que van a pie. Estos grandes viajes quijotescos se forman por distintos intereses. Por ejemplo, en una fonda coinciden dos personajes y hablan de la ruta que sigue cada uno. Uno de ellos puede estar encaminándose a donde dejó a su amada, el otro puede estar en misión oficial llevando unos legajos a un alto cargo. Y aún otro, puede estar de camino para volver a sus tierras y retirarse allí. Hablan entre ellos de los medios con los que cuentan y se acuerda emprender el viaje.

En el suelo

Pasan la noche en cualquier lado, por ejemplo, paran en una fonda y duermen varias personas todas en el suelo, cada cual haciéndose su lecho con lo que tenga a mano, o bien en los establos, durmiendo sobre el heno. Esto lo hacen hasta personas tan mayores como nuestro amigo don Beltrán de Urdaneta, que según referencias galdosianas, pasa de los 70 años.

También es posible que duerman en una iglesia, en un humilladero o, incluso, en una cueva, siempre con sus molidos huesos sobre duros suelos.

Prepararse para bien morir

Una de las cosas que más me costaba digerir en las novelas de Galdós son los fusilamientos y otros tipos de muertes cruentas. Los condenados pasan una noche con su conciencia, resignándose a su fatal destino y en comunión con Dios mismo. Es de notar con qué entereza asumen los personajes que van a morir. La muerte está mucho más cerca de ellos de lo que la sentimos ahora. No solo por las guerras, también porque la muerte era más probable, la esperanza de vida, menor.

También hay descripciones realistas y exactas de linchamientos, como el de Godoy. De la fuerza del pueblo y sus acciones hablaremos otro día; es admirable cómo Galdós presenta al pueblo en estos actos en masa.

Ancestros

Desde luego, la vida era más dura, o al menos, más cansada físicamente. Esta gente comía bastante menos, tenía que ganarse el pan con más esfuerzo, y no había un trato especial para personas mayores o con problemas de salud: tenían que superar los mismos avatares que el resto. Eso sí, se percibe en los personajes de don Benito una humanidad sin límite, cuando una persona requiere cuidados, los demás se vuelcan, la acogen, la acompañan.

En este contexto y otros peores si nos vamos más atrás en la historia, crecieron y vivieron nuestros ancestros. Nos ha llegado la vida de las personas que sobrevivieron al hambre, la enfermedad, la guerra. ¡Qué precio más alto! Se trata, como comenta Sergio Rozalén en un post, de 110 mil millones de historias.

Brines, testigo del paso del tiempo

El pasado domingo emitieron un Imprescindibles sobre Francisco Brines en La 2. Cuando lo vi anunciado en Twitter, sentí emoción: yo conocí personalmente a Francisco Brines en la carrera de Teoría de la literatura y literatura comparada; de hecho, autografió para mí su antología Poesía completa (1960-1997). Brines era materia de estudio de la asignatura de Crítica literaria, dentro de la generación del 50.

Cuando vi a Brines en el documental, me costó aceptar su envejecimiento. Le había conocido alrededor del año 2002-2003, cuando tenía unos 70 años; aún no era académico de la RAE. Brines vino a la Facultad a dar un seminario y leyó varios de sus poemas. Explicó que la inspiración podía venirle en cualquier momento, incluso conduciendo: se paraba en un semáforo en rojo y apuntaba rápidamente en un papel la imagen que le había venido a la mente.

Su visita era importante, es como si nos hubiera visitado Vicente Aleixandre, de quien tenía influencias en su primera obra. Durante su charla, se me ocurrió una «pregunta inteligente» que, cuando me llegó el turno, se me fue de la mente. Como no conseguía recordarla, le pedí torpemente que leyera otro poema. Su voz era vibrante, profunda, leía con gusto y buena vocalización. Brines tenía más o menos este aspecto:

Magazelka, CC BY-SA 3.0 https://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0, via Wikimedia Commons

La voz de Brines en el documental, grabado en 2020 y 2021, sonaba como un hilillo de aire, muy débil, pausada. Ya no solo su aspecto, su voz no era la voz que yo había escuchado. Lo que decía, por contraste, tenía mucha fuerza. Una fuerza que se puede apreciar en sus poemas, por ejemplo, este, Sísifo de la carne(*):

Algo el tiempo ha empezado a corroer
en la línea del vientre, en donde cruel
me avasalló, gimiendo, tu belleza.
Se ha iniciado la lenta despedida
del esplendor, y me arroja el reino
la maldición de mi naturaleza.
Y otra vez el desierto hasta encontrar
de nuevo los grilletes que me aten
a esa indecisión de una sonrisa
aparecida. El valle de los pájaros.

Cuántos barcos sin norte en esa niebla
de desaparición. Los mástiles caídos.
Al espejo se asoma
el estupor cansado de mis ojos,
la destrucción tan larga de mi carne.
Y el mendigo del mundo prometido
adelanta la mano que le humilla
por cobrar la moneda que no ha alcanzado nunca.

La reflexión sobre el tiempo

Los temas comunes de la poesía de Francisco Brines son varios. Uno de ellos el cuerpo, la carne. Otro los paisajes, los atardeceres y la noche, la naturaleza. Y otro, el principal, el tiempo. Impresiona el paso del tiempo en él, se buscan sus trazas al comparar sus poemas de Las brasas con los de La última costa. Curiosamente, su yo lírico en Las brasas era un hombre anciano despidiéndose de la vida porque se sabe mortal. En el poema Sísifo de la carne, de La última costa, podemos ver que la carne es víctima también de ese paso del tiempo.

Cuando vi a Francisco Brines en la Complutense, fijé el aspecto del autor, como si lo hubiera visto en una película. Así, en mi mente, Brines no envejecía. En las películas, los personajes no envejecen, mientras que, en cada revisión de una película, el espectador sí lo hace. Si en su día te habías identificado con Gene Kelly en Levando anclas, un día vuelves a ver la película y de pronto te parece un chico «demasiado joven». Y, al mismo tiempo, lleva muerto muchos años. Estos son los contrastes temporales a los que nos llevan fotografías y películas.

Por otro lado, a partir de una edad, es muy posible que no reconozcas a las personas de tu propia quinta. Más o menos hasta los 40 identificas bien a otros coetáneos. Y a partir de ahí, poco a poco, vas creyendo (ingenuamente, erróneamente) que esas personas «tan mayores» no pueden ser de tu edad, que tú te conservas mejor. El «señora» y la gente que te habla de usted te devuelven rápido a tu sitio, a tu generación.

Don Beltrán de Urdaneta

Recordar a Brines me ha conectado al personaje estimable de don Beltrán de Urdaneta, del que ya os he hablado un par de veces. Este personaje es un señor de unos setenta años. Le ha gustado disfrutar de la vida y sigue queriendo hacerlo. Pero se está quedando ciego y se va sintiendo cansado de ir de un lado para otro. Que esté acercándose a la última costa no significa que no pueda estar sometido a las circunstancias del destino, del azar. En el Imprescindibles, Brines comenta que somos hijos del azar: cuando llega, hay que agarrarlo, aunque nos aparte de un golpe.

El paso del tiempo, con la propia observación de un cuerpo que «el tiempo ha empezado a corroer», es doloroso cuando se atisba la muerte, el final, la otra cara de la moneda de la vida. Don Beltrán de Urdaneta se siente cercano a la muerte, por edad, pero cuando se ve apresado por un regimiento de facciosos (soldados carlistas) liderado por Cabrera, y es sometido a todo tipo de trabajos duros, se prepara aún más para este final: en cualquier momento puede ser fusilado por orden del general Cabrera, personaje histórico, apodado «el tigre del Maestrazgo».

La historia es dura: los liberales fusilan a la madre de Cabrera, María Griñó. Desde ese momento, Cabrera promete que la sangre de los liberales llenará los valles y subirá por las montañas. Y fusila a todo el que encuentra, sean mujeres, sean niños, o sean personas que pasaban por ahí, como el propio Urdaneta, que es capturado y llevado como preso a través de montes y valles, la mayor parte del tiempo a pie.

A pesar de su edad y su nobleza (el primer noble de Aragón), a Urdaneta le encargan talar árboles (con un hacha) para despejar una zona, o enterrar a los fusilados, a los que se desnudaba antes.

Terrible duelo y consternación produjo a don Beltrán la vista de los dieciséis cadáveres ya desnudos, rígidos en sus violentas contorsiones (…). Eran jóvenes, lozanas existencias destruidas bárbaramente en la plenitud del vigor (…). [Pensó:] «¡Pobres muchachos! ¿Por qué se les ha quitado la vida? España se desangra, España se aniquila. Asisto al suicidio de una nación. Sepultémosla en su propia tierra…»

La campaña del Maestrazgo
Hecho de Burjasot. M. Molina. Biblioteca Nacional. Madrid.

Contrasta la edad de los cuerpos con el rigor de la muerte. Contrasta la vejez de Urdaneta con la juventud de los muertos a los que se ve obligado a enterrar. Galdós no omite la dureza de la guerra, más bien crea imágenes claras de aquellos sucesos. En la época que escribió esta tercera serie, Galdós tenía entre 55 y 57 años. Aún había de vivir unos 20 más, pero ya era sensible a los achaques de la edad, especialmente el que le tocaría a él: la progresiva pérdida de la visión.

Igualmente, Francisco Brines habría de vivir unos 20 años a partir de aquella charla en la que presentó su antología subtitulada «Ensayo de una despedida».


Todo este juego de edades que contemplan edades es lo que me evocó el excelente documental de Imprescindibles. Brines, en pantalla, con 88 y 89 años, inmediatamente el Brines de la charla en mi Facultad, con 70, yo con 47 recordando haberle pedido su autógrafo con 29, Galdós escribiendo con 56 años sobre un personaje de 70 que contempla la muerte de jóvenes de unos 20.

Tal vez no podemos saber cuándo hemos de despedirnos. No sabemos qué hechos nos va a tocar presenciar, qué circunstancias nos quedan por vivir. Podemos atestiguar el paso del tiempo, como Brines y Galdós, podemos reflejar lo que vemos y lo que sentimos. Podemos, simplemente, vivir, disfrutar de lo que tenemos, agradeciendo lo que nos llega, despidiendo lo que se va.

(*) Nadie mejor que cada lector para sentir las emociones que le sugieren los versos del poeta. La poesía es difícil por su simbolismo, por su polisemia, por no ser lógica. Muchas veces requiere relectura, ir destilando cada imagen, cada palabra.

Yo tuve una granja en África

«Yo tuve una granja en África» es el arranque en voz en off de la película Memorias de África. En una simple frase se resume toda la historia que nos va a contar la narradora y protagonista. La frase tiene más miga de la que parece: está en pasado, lo que significa que ya no tiene esa granja. Está dicha en un idioma, el danés o el inglés, que en principio hace suponer que la persona que tuvo la granja no era africana. Y la granja en África en sí es algo totalmente exótico, no es que tuviera un pisito en África, o una granja en Ávila. Tenía una granja en África, lo que ya evoca animales salvajes, la sabana, dificultades logísticas y de todo tipo… y quizá un aviador atractivo que se deja caer de vez en cuando y escucha música clásica junto a Karen, entre otras cosas.

Pues bien, es una de las frases en las que pienso a veces. Cuando empiezo a recordar el pasado, lo que se fue y no volverá, acabo diciéndome: «yo tuve una granja en África».

Hay un momento en la vida en el que lo que queda por vivir es más o menos igual de largo que lo ya vivido (dios mediante), y sin embargo, ya no está disponible esa rosa para ser cosechada. Atrás quedó lo que en su momento se rechazó pensando que llegaría algo mejor. Solo después se descubre que eso era lo mejor que iba a llegar.

Estas melancolías de lo pasado también contribuyen a que sea más difícil identificarse con el presente, vivirlo, estar plenamente en él. Empiezo a tener la sensación de que las épocas vividas fueron mejores que la época actual. Y no es fácil separar quién se era en esas épocas, con qué juventud e inocencia se vivieron, de cómo eran esos tiempos realmente

Yo tuve un novio a finales de los noventa al que le entusiasmaba la tecnología. Gracias a él, tuve mi primer teléfono móvil, mi primera tarjeta de crédito, mi primer usuario para chatear por internet en el icq (que parece ser que sigue vivo). En ese momento, parecía que Internet iba a ser un instrumento democrático que nos permitiría comunicarnos con cualquier persona del mundo. Así que abría puertas; las posibilidades eran infinitas.

Ahora me parece que estamos inmersos en una distopía, tan inmersos que no la vemos. El «consumo de contenidos», una expresión que ya dice que se trata de ser consumidores de todo, hasta de textos e imágenes, lleva muchas veces a llevar una vida cómoda, fácil, en posición sentada, ante una pantalla, en la que el individuo cree estar comunicándose mientras está totalmente aislado. Lo difícil ahora es salir a encontrarse con otras personas, porque ¿dónde están?

¿Dónde está la gente?

Parece que en sus propias casas, también «consumiendo contenidos». Y como hemos contado hace tiempo en este blog, de manos de nuestro amigo Zelinski, cuando estás cómodamente en la vida fácil, la realidad acaba siendo difícil, porque la zona de confort cada vez es más pequeña.

Los lugares de reunión de los seres humanos han sido comúnmente «plazas del pueblo», sitios donde se podía coincidir con el resto de convecinos e interactuar con ellos. La comunicación era fácil. Las personas también se reunían en las zonas comunes de una casa, como el portal, la corrala o el patio, y también se veían en bares y en el mercado. Le dedicaban a esto mucho tiempo, las conversaciones eran largas y pausadas, eran la vía principal para enterarse de «las noticias». También para agruparse y reaccionar ante situaciones vividas como injustas.

En mis tiempos, cuando no había teléfono móvil, solo había que dejarse caer por la plaza en cuestión para encontrarse con amigos. Si se habían ido de allí, bastaba con entrar en alguno de los bares frecuentados por el grupo.

Y ahora, la distopía: la plaza está vacía. La gente va a los centros comerciales, donde el único sentido de la acción es consumir, donde muchas veces, los únicos asientos disponibles son los que obligan a tomar una consumición. La plaza es ahora un lugar que hay que recorrer a toda prisa, porque está expuesto: no tiene árboles, está fuertemente iluminada por la noche, no hay bancos para sentarse y no hay un rincón para refugiarse, no sea que hagas el vago y maleante. Esto de la plaza no es mío, lo cuenta otro de nuestros amigos, Zygmunt Bauman, en Modernidad líquida (1995).

Plaza de España en Madrid, imagen de https://www.esmadrid.com/informacion-turistica/plaza-de-espana

Por todo esto, pertenece al tiempo pasado poder coincidir con las personas por casualidad, «hacerse el encontradizo», acudir a un lugar donde es muy probable que estén los demás. Cada cual tiene ya su orgasmatrón en casa, o más de uno, por lo que pídele tú ahora a alguien que se arranque de su sillón y que se aventure a las calles vacías no para consumir, sino para encontrarse con otras personas. No lo va a hacer: hay que incomodarse para explorar el mundo, y esa incomodidad se rehúye cada vez más.

Yo tuve una granja en África

Yo tuve una vida mejor, varias vidas mejores. Yo encontré tesoros que no supe reconocer. Yo estuve donde ahora me encantaría estar. Yo fui testigo de un mundo, no sé si objetiva o subjetivamente, más libre, más igualitario y mejor (para mí). «Yo he visto cosas que vosotros no creeríais».

Aquí vuelvo a recordar a un personaje de Galdós, don Beltrán de Urdaneta, insistiendo en que, cuando la vida (dios) te trae un buen árbol donde cobijarte, has de quedarte disfrutando de ese regalo en lugar de correr tras fantasmas de tu imaginación. Como dijo este personaje:

Yo desobedecí a mi destino, y por aquella desobediencia no he tenido paz en mi larga vida. Créalo: donde no hay raíces, no hay paz.

Don Beltrán de Urdaneta en Luchana

Dice Bert Hellinger que, cuando te desvías del que era tu camino, llega un momento en el que no puedes volver atrás, en el que ya te has perdido. A veces he tenido esa sensación.

De vuelta al optimismo

Vale, pues ya basta de amargar al personal, volvamos al optimismo. Bert Hellinger también dice que, en cada decisión, solo hay dos opciones: ir hacia más vida e ir hacia menos vida (muerte). De manera que, estés donde estés, siempre puedes elegir la vida, decir sí a lo que tienes delante, a lo que te toca, a las circunstancias.

Creo que de esta manera se puede recuperar el camino hacia el que se dirigía tu vida, o al menos reconducirlo. Solo hay que volver a conectar con «la semilla», con tu máximo potencial, y aplicarlo a las circunstancias actuales y reales, que son las únicas en las que puedes intervenir. Este meme lo expresa muy acertadamente:

Un regalo que recibí de una persona muy querida y que ha vivido mucho, mucho más que yo.

Yo tuve una granja en África y esa granja no volverá. Puede que jamás vuelva a África salvo en mis sueños y evocaciones. Pero prometo que viviré a tope aquello con lo que me vaya encontrando, lo que la vida me traiga y lo que ya me ha dado, en un mundo distópico o no y asumiendo lo que haya. ¿Qué harás tú? Cuéntame, ¿cómo llevas dejar atrás el pasado? ¿Cómo vives los tiempos presentes? Como siempre, te agradezco mucho que me leas, sin ti, este blog no existiría.

Cuestión de tiempo

La semana pasada hablábamos de lo que se experimenta en el momento presente, el ahora. Y recibí un vídeo relacionado con ello, está más abajo. El vídeo añade la variable del espacio, describiendo el continuo espacio-tiempo, el «ahora y aquí». Introduce la teoría de la relatividad dando distintos ejemplos. También muestra cómo el cerebro trata de anticiparse a lo que va a suceder, pero no siempre acierta.

Os recomiendo ver el vídeo, es interesante y está muy bien contado. Además, utiliza el humor, algo que valoro mucho porque no es necesario ser mortalmente aburrido para explicar un concepto (de hecho, es contraproducente):

Una de las cosas con las que no estoy de acuerdo con el vídeo es que el momento presente, el «ahora», sea poco importante en relación con otros momentos anteriores o posteriores. Según vemos en el vídeo, el ahora de cada persona es ligeramente distinto según su punto de referencia. Además, el cerebro crea un «ahora» a partir de los estímulos recibidos y por tanto en realidad es un ahora pasado. Vale, esto es física, esto es neurociencia, no se puede cambiar.

Además de lo anterior, también es verdad que si una persona quiere hacer cualquier cosa, es decir, quiere actuar sobre su vida, solo puede hacerlo en el momento presente, incluso si es un presente con retardo. Desde luego, no puede actuar sobre su pasado: puede que la información del pasado esté intacta en el universo, pero el humilde mortal no accede a ella. ¿O sí puede? Una persona puede actuar sobre su pasado desde el presente, por ejemplo, deshaciéndose de mandatos inscritos en su guion de vida a una edad muy temprana. Tampoco puede actuar sobre el futuro. Puede proyectar, desear o planear, pero la acción solo se puede producir ahora.

Distintas percepciones del tiempo

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El vídeo habla de cómo percibe el tiempo el cerebro humano, pero no compara percepciones subjetivas del tiempo. Esto me interesa más. Los ritmos de cada persona son distintos, no solo hay personas más diurnas o más nocturnas, sino que hay personas que se mueven más lento y personas que se mueven más rápido por la vida. Hay personas que necesitan reposar, otras personas necesitan desconectar del mundo viendo la tele durante horas, otras personas se involucran en una actividad intensa tras otra y otras se lo pasan bien haciendo varias cosas a la vez… Unas personas duermen mucho, otras duermen poco. Para unas personas, los días se pasan muy lento, para otras, demasiado rápido.

Conozco personas que afirman que nunca se acostumbrarán a madrugar para ir a trabajar, tras años y años de hacerlo, mientras que otras personas «no son nadie» a partir de las 4 de la tarde.

El estado de flujo

El aspecto que más me ha atraído siempre sobre la percepción del tiempo es la vivencia subjetiva de la repetición. Hemos hablado más de una vez del día de la marmota, por ejemplo. O de la urgencia del tiempo con la que viven algunas personas, como vivía Punset.

En realidad, el ser humano oscila entre la tensión y el aburrimiento. A la estrecha franja entre ambos le han llamado flow, estado de flujo, o fluir. ¿Puede provocarse la vivencia de estas experiencias en las que todo parece fluir? ¿De qué depende? El psicólogo Mihaly Csikszentmihalyi ha estudiado la composición de estas experiencias autotélicas o de flujo (flow).

«Son situaciones en las que la atención puede emplearse libremente para lograr las metas de una persona, porque no hay ningún desorden que corregir ni ninguna amenaza para la personalidad de la que haya que defenderse».

Mihály Csíkszentmihályi

Estas experiencias de flujo se dan cuatro veces más cuando se está trabajando que en actividades pasivas de ocio, ya que el flujo es el resultado de combinar habilidades y desafíos de forma proporcionada. Otro ejemplo es que es más fácil entrar en estado de flujo cantando o bailando que solo escuchando una música. En otras palabras: el estado de flujo se produce en el momento presente (aquí y ahora) y en la acción (no en la pasividad).

Si los desafíos son desproporcionados, surge la ansiedad. Si por el contrario las habilidades superan a los desafíos, surgirá el aburrimiento. En medio de ambos está el canal de flujo, que para Csikszentmihalyi refleja el disfrute, y por ende la felicidad.

¿Cuáles son los elementos que caracterizan el estado de flujo?

Los individuos que lo han experimentado lo describen de la siguiente forma:

  • Tienen metas claras durante la actividad, saben qué tienen que hacer en cada momento. Y saben si lo están haciendo bien, reciben información o feedback de forma continua.
  • Ni fácil ni difícil: no existe ansiedad por desconocer la tarea o encontrarla difícil, y sin embargo no es lo suficientemente fácil como para resultarnos aburrida.
  • Tienen toda la atención en la tarea, por lo que su consciencia está dedicada únicamente a esta actividad. Así, disminuye la autoconsciencia, es decir, son menos conscientes de la propia existencia, de su yo. De alguna manera el yo se hace más universal al diluirse en la actividad. Además, existen pocas posibilidades de ser distraídos, ya que, al estar concentrados en el presente, en el aquí y ahora, el cerebro funciona al máximo con un mínimo de energía, de forma eficiente.
  • No tienen miedo al fracaso. La preocupación por fracasar en la tarea nos sacaría de forma inmediata del estado de flujo. Centrados en la tarea, no cabe pensar en que salga mal.
  • La actividad es un fin en sí misma, es decir, tiene sentido en sí, aunque luego pueda utilizarse su fruto para otras actividades. Si conseguimos que todas las actividades que realizamos tengan sentido por sí mismas, podremos sentir que merece la pena el tiempo que les dedicamos.
  • Se distorsiona su sentido del tiempo. ¿Cuántas veces nos ha parecido que el tiempo pasaba volando, justo cuando mejor lo estamos pasando? En el estado de experiencia óptima, el tiempo deja de ser el del reloj para cobrar una dimensión subjetiva en la que se percibe un transcurso del tiempo más rápido del habitual. En ocasiones, también se describe en el estado de flujo lo contrario: una acción que dura segundos parece hacerse eterna. Por ejemplo, le ocurre a un bailarín que realiza una pirueta.

De nuevo el tiempo… No solo cada persona percibe el tiempo de una forma distinta y esto se puede medir, sino que la misma persona puede percibir el tiempo de forma distinta según la actividad que esté realizando.

Entonces, ¿fue real?

Si analizo desde el punto de vista del estado de flujo mi encuentro con Darth Vader en la RV (realidad virtual), diría que la experiencia cumplió todas las características del estado de flujo. ¿Fue real? ¿Qué opinas?


Agradezco a mi hermano que me enviase el vídeo sobre «¿Cuándo es ahora?» y, como hoy es su cumpleaños, le regalo esta reflexión. ¡Felicidades, Luis!

La urgencia del tiempo

Hace poco se emitió un programa de Imprescindibles TVE sobre Eduard Punset. En él, se habló varias veces de la sensación de urgencia con la que vivía Punset, la necesidad imperiosa de aprovechar cada minuto de su tiempo. Daba la sensación de que le faltaban horas para descubrir el mundo, algo que podía ser agobiante para los que lo rodeaban. 

«Hay vida antes de la muerte». Eduard Punset

Esta misma frase es una forma positiva de ver esta urgencia por vivir.

«Aprovecha el tiempo» es uno de los mandatos del mundo actual, el de la modernidad líquida. El tiempo jamás puede ser ocioso, no queda bien confesar que se está, simplemente, viviendo. Ni siquiera ha sido así cuando la pandemia del coronavirus ha detenido nuestras vidas: había que justificar los minutos y las horas haciendo pan, tartas, rutinas de ejercicio, compartiendo canciones…

Cuando un extraño le pregunta a un zulú, que aparentemente no hace nada: "¿No te aburres?", este le responde: "¡Pero si estoy viviendo!". No le falta nada que tuviera que dar más contenido o sentido a su vida.

Aprovechar el tiempo es también el mensaje de dos películas habituales de este blog: «Di que sí» y «Atrapado en el tiempo«.

Aceptar cada experiencia que se presenta

En «Di que sí«, el protagonista comienza diciendo que no a todo tipo de compromisos aparentemente molestos. Cambia de forma de actuar gracias a un gurú en un seminario en el que se dice que la respuesta a todo es «sí». Es un sí a la vida ciego, más parecido a la resignación que al asentimiento consciente y adulto.

¿De qué manera cambia la vivencia del tiempo al decir a todo que sí? Como hemos visto varias veces, en improvisación decir sí equivale a permitir que la aventura continúe. En la vida, decir sí puede contribuir a llenar el tiempo, si no con urgencia, sí con riqueza o variedad (recordemos que el protagonista de esta película aprende el idioma coreano, a tocar la guitarra, da todo su dinero y su móvil a un indigente y esto le lleva a conocer a una chica…).

El protagonista cree que le ha caído una especie de maldición: piensa que si no dice que sí a todo lo que se le presenta, le va mal o muy mal. Hacer muchas cosas enriquece el tiempo del protagonista y mejora sus amistades, le abre la mente cuando dice sí a algo aparentemente horrible que se transforma en algo placentero.

Cambiar la rutina conocida por la compasión

En «Atrapado en el tiempo«, el hecho de no poder escapar del día de la marmota, hace que el protagonista primero luche y trate de cambiar los acontecimientos, después se intente suicidar varias veces y, finalmente, asuma que se ha quedado atrapado. A partir de ese momento, aprende a tocar el piano, salva la vida de varias personas y, en general, se dedica a labores filantrópicas. Además, se dedica a descubrir mediante ensayo y error cómo es la chica que le gusta y cómo conquistarla.

En esta otra película, decir que sí a esa circunstancia de vivir cada día el mismo día, lleva al protagonista a fijarse en sus semejantes y hacer algo por ellos. Elige dar, y recibe mucho a cambio.

¿Cómo se vive en el propio tiempo? 

En un caso por sentir urgencia, en otro por creer que no tiene más remedio que asentir y en el tercero por estar atrapado, los tres personajes se dedican a llenar su tiempo de una forma un tanto compulsiva.

La vivencia del tiempo es totalmente subjetiva. Tuve un profesor de universidad que decía que, en una pareja, ambos deben tener la misma percepción del tiempo para que la relación funcione (sí, lo decía en clase). Para algunas personas, el tiempo pasa como debe de pasar para una mosca: muy muy lento. Para otras, el tiempo va muy rápido, se apresuran en él como si un cronómetro les empujase a la acción frenética.

Quizá se trata de tomar conciencia del espacio-tiempo en el que vivimos. Esto implica aceptar sus límites: en qué momento hemos nacido, en qué país, qué tipo de actividades se realizan en nuestra época para llenar el tiempo y de qué forma podemos abrirnos al vacío y al silencio

En la época actual, si «te sobra» el tiempo, tienes que: aprender o perfeccionar idiomas, trabajar más, ir al gimnasio, hacer cosas más divertidas, creativas y complicadas, con y sin tu familia, etc. Es como si viviésemos en el día de la marmota: atrapados/as, solo podemos huir hacia adelante cumpliendo con miles de actividades. Esto hace que realmente a nadie «le sobre» el tiempo, y esto me lleva a los hombres grises, los de Momo, otro de los clásicos que he citado más de una vez.

No se puede ahorrar tiempo, por tanto, el tiempo que sobra «se pierde». Pero tampoco se puede «rentabilizar» el tiempo. Lo que sí se puede es vivirlo plenamente. Y esto no significa vivirlo con urgencia, angustia o velocidad. Se puede estar viviendo plenamente mientras se hace ganchillo. Lo que pasa es que las actividades no dinámicas cada vez parecen más alejadas de nuestra vida: leer un libro (de papel), tejer, hacer una receta que lleva mucho tiempo y horas de espera, montar una maqueta… Parecen actividades propias de la jubilación. Se podrían hacer «en los huecos», pero el ritmo que llevamos el resto del tiempo contrasta plenamente con los ritmos tan bajos de estas actividades, más propias de la vivencia de esa mosca que decíamos.

Esta urgencia del vivir actual trae enseguida su opuesto: el aumento de las prácticas de meditación, por ejemplo el mindfulness, que nos ayuda a acallar la mente si quiera media hora para tomar consciencia de la respiración, de las sensaciones corporales, del mundo que nos rodea aquí y ahora… Es posible que nos acerquemos a estas prácticas desde la urgencia: otro hueco más en la agenda para rellenarlo, vivirlo al máximo y no tener un minuto de vacío ni de silencio.

En cambio, otra forma de experimentar el tiempo es vivirlo según esta afirmación:

Tengo exactamente el tiempo que necesito.

Una frase así nos permite respirar profundamente, quizá acometer las responsabilidades con un enfoque optimista: lo voy a poder hacer en el tiempo que tengo. Esta frase también puede llevar a dejar de pensar en negativo: «nunca tengo tiempo para nada», dedicando la energía que iba a esos pensamientos a la acción. Si una persona se compromete completamente con la acción que está llevando a cabo, probablemente la haga de forma más eficiente.

¿Has pensado probarlo? Decirte: tengo el tiempo que necesito. O, como dice Brigitte Champetier de Ribes: el tiempo es mi amigo. Ya contarás tus experiencias. Como siempre, ¡muchas gracias por leer!

La casa del ermitaño

Ya os he hablado de La poética del espacio, de Gaston Bachelard, un libro lleno de imágenes, tesoros, recovecos, secretos… En él, Bachelard muestra interés por los espacios en los que hemos estado en soledad, tanto si la hemos disfrutado como si la hemos sufrido.

El habitante del refugio, de la choza, es un ermitaño, un solitario que vive su casa como un nido en el que agazaparse.

La cabaña es la soledad centrada, la extrema soledad ante Dios.

De pronto, lo que era una simple caja superpuesta en un edificio impersonal, se convierte en la cabaña de un ermitaño en la que puede centrarse y ahondar en su soledad. De esta manera, quien se acurruca en ella puede preferir que haga frío fuera, que haya un «invierno ruso», para poder sentir el refugio que supone su hogar.

Tenemos calor porque hace frío fuera.

Es interesante que en inglés cabaña se dice cabin, que es también cabina, camarote, barraca… La cabina evoca imágenes de un espacio más reducido aún.

Cabaña con luz encendida en un bosque nevado al anochecer

Fósiles de duración

Dentro del espacio de la casa, el tiempo se para. Es un «tiempo suspenso» que invita al ahondamiento psicológico y a las narraciones cercanas al sueño.

Bachelard se pregunta por qué nos saciamos tan pronto de la dicha de habitar, por qué no hacemos durar las horas en la casa, por qué no nos levantamos cada día sintiéndonos Robinson Crusoe, reinventando la casa a través de sus objetos, conectando el pasado con el día a día. Es como una búsqueda del tesoro en la que, cada día, al mirar los mismos objetos, libros, adornos, relojes, cofres, fotos…, arrojamos sobre ellos una luz nueva y logramos verlos como por primera vez.

Estos objetos que vienen de tan atrás están engarzados en «bellos fósiles de duración», concretados por largas estancias. El inconsciente está felizmente instalado en este tiempo suspenso de horas infinitas, las que se adhieren a cada objeto convirtiendo la casa en una especie de museo arqueológico que vuelve a la vida cuando prestamos atención.

La ensoñación que da vida a los objetos

Y aquí entran los rincones de los que hablábamos anteriormente.

En un espacio como el rincón, podemos dejar pasar las horas sin hacer más que observar los objetos, tal vez imaginar sus vivencias, o incluso imaginar lo que el objeto pensaría de nosotros. Este es el campo que interesa a Bachelard, el de la ensoñación, el de la imagen creada por la mente en contraposición con la imagen real del espacio: ¿quién preferiría ver el plano real del cuarto de El cuervo a imaginarlo?

La vivencia desde el rincón es mucho más grande que el rincón mismo. Porque el rincón nos iguala: si nos situamos en esa esquina o «caja abierta», el espacio que ocupamos es el que define el refugio improvisado, que más parece un nido que una estancia completa.

La necesidad de contacto humano

A pesar de todos estos entretenimientos mentales, estas ensoñaciones que conllevan horas de ensimismamiento, el ermitaño vive en soledad, y a veces necesita ver a sus semejantes.

Hay muchas personas solas, dentro de su casa-como-celda. Ya escribí sobre ello cuando observaba a una vecina del barrio sentarse en un banco a diez pasos de su casa, vecina que ahora tendrá que permanecer sentada dentro. O cuando describí los eufemismos que giran en torno a los singles y sus actividades.

Muchos ermitaños ya vivían la mayor parte de sus días con «distancia social». Simplemente, no tenía nombre. Para trascenderla, hacían actividades en las que poder relacionarse, manteniendo grupos de amistades y tal vez teniendo pareja. Ahora esto no es posible, de manera que no se equilibra la vivencia fundamentalmente introvertida del ermitaño en su choza.

Así, cuando se habla de las medidas de desconfinamiento, pienso, no ya en el espacio que habitamos, sino en la forma en que lo hacemos, algunos en soledad, otros «excesivamente» acompañados.

No es posible no estar donde se está. Parece de perogrullo, pero es otra forma de decir que solo puedes estar aquí ahora. Aun así, si ocupas plenamente tu rincón y le das vida a los objetos que te acompañan, ampliarás tu experiencia y será menos dura.


¿Cuál es tu caso? ¿Tienes un rincón en el que te gusta acurrucarte? ¿Has reparado en los objetos que forman parte de tu vida?

Gracias por leer y por dejar comentarios 🙂

La casa como refugio, como celda

Cuando en el post anterior hablaba de la rutina, mencioné La poética del espacio, de Gaston Bachelard. Es un libro perfecto para leer en el refugio de una casa, porque es precisamente de lo que habla, de la propia casa y sus desvanes, sótanos, rincones, armarios, cofres… Como imágenes que perviven en nuestro inconsciente. La representación de una casa es una imagen que todos compartimos:

Logotipo de Quédate en casa del grupo A3, con el icono de una casa
Si nos piden dibujar una casa, pondremos tejado y chimenea, sin embargo, no se parecerá mucho a nuestra verdadera casa.

La casa como refugio

Cuando leí este libro por primera vez, vivía en un espacio en el que estaba a gusto. Mis sensaciones sobre aquel hogar iban en línea con las de Bachelard.

Cuando he retomado el libro ahora, lo que más me ha llamado la atención es que el autor habla de «espacio feliz«:

En este libro se examinan las imágenes del espacio feliz, espacios defendidos contra fuerzas adversas, espacios vividos, imágenes que atraen: la poética de la casa.

Según avanzaba en la lectura, el contraste entre mis sensaciones y las descritas por Bachelard iba en aumento. El autor describe la casa como un espacio de intimidad protegida, y el habitar como el germen de la felicidad central.

En contraste, fuera de la casa está el espacio de la hostilidad. Por tanto, la casa es un lugar de protección.

Yo soy el espacio donde estoy. – Noël Arnaud

En este espacio que somos porque lo ocupamos, podemos felizmente revivir un paseo por un camino, de tal manera que el recuerdo del sendero sirve de ejercicio. Esta forma de expresarse de Gaston Bachelard podría hacernos pensar que tampoco salía demasiado y que, cuando salía, su ejercicio físico se limitaba a dar largos paseos por el campo. Parece que aprecia más recordar haber paseado que dar el paseo mismo, hasta que dice:

El paseo es el símbolo de la vida activa y variada.

La libertad de movimiento que ahora nos falta es ese paseo de la vida activa, y puede compensarse con la vivencia de un hogar feliz y acogedor.

Espacio de trabajo reconvertido en gimnasio, al girar la pantalla del ordenador
Cómo reconvertir el espacio de trabajo en gimnasio en unos segundos.

La casa como celda

Llegué a otra explicación que en la primera lectura no me llamó la atención y que me ayudó a entender las descripciones de espacio confortable. Y es que, según Bachelard,

Los habitantes de la gran ciudad viven en cajas superpuestas, en una especie de lugar geométrico, un agujero convencional.

Todo me cuadró cuando vi «cajas superpuestas». Toda la explicación de la verticalidad de la casa en el eje sótano-desván no aplica cuando la casa no es más que una caja rodeada de otras cajas en un edificio, en la que probablemente nuestra intimidad se vea invadida por ruidos de los vecinos, que nos llegan quizá por la débil construcción de los muros.

Tampoco aplica la cosmicidad que rodea a una casa integrada en la naturaleza, que «conoce los dramas del universo».

Cuando se habla de las medidas de desconfinamiento, no dejo de pensar en los espacios que habitamos y cómo es más complicado ser paciente en un espacio angosto y oscuro.

Muchos habitamos el espacio que podemos, no el que queremos. Unas personas están en su chalet, con su jardín, su patio, zonas a las que pueden salir las horas que quieran a tomar el sol y el aire, jugar con sus hijos, leer… Otras personas están en un lugar muy reducido sin luz natural, teniendo que mover los muebles cada vez que quieren hacer un poco de ejercicio o, simplemente, teletrabajar. Y entre ambos casos, una amplia gama.

La casa se vive como celda cuando sentimos que en ella no está todo aquello que necesitamos, sea o no cierto. 


¿Y tú, cómo vives tu casa? En estos días en que suponemos que el virus está fuera, ¿sientes tu casa como un refugio, como un espacio feliz en que estás a salvo? O por el contrario, ¿sientes que estás atrapado/a entre sus paredes?

Gracias por leer y por comentar. 🙂