Lo que embellece a una persona es la grandeza con la que asume sus cargas
Cuando era adolescente tenía fotos de Tom Cruise y de Michael J. Fox en la pared y en la carpeta. ¡Cómo no! ¡Qué guapos! En esa época y durante muchos años no tenía ninguna duda de que la belleza es algo físico y que enamorarse de la belleza es solo cuestión de mirarla. En comparación, yo no me sentía muy bella y para mí era totalmente imposible que un tío con ese aspecto se fijase en mí.
Una vez, por esa época, Cristina Almeida dijo en la tele que te das cuenta de que el hombre de tu vida no es uno de esos guapos, sino un señor normal, quizá calvo, quizá con barriga, quizá no muy alto, digamos Pepe Pérez, con un aspecto que habrías rechazado sin duda antes de madurar.
Y yo recordaba esto y decía: «eso es tirar la toalla».
Y vas caminando por la vida y, sin darte cuenta, notas que el guapo aquél resulta que por dentro no es nada guapo, que sigue siendo un niño porque no ha tenido que enfrentarse a dificultades. Y ves a aquel otro, guapo o no, que lleva una carga muy dura, que asume con grandeza, que tiene un destino difícil, y lo abraza. Y de ese te enamoras.
Lo repito porque esto es un hallazgo:
Lo que embellece a una persona es la grandeza con la que asume sus cargas.
Lo que quita luz a una persona es la manera en que lleva sus miedos
El miedo paraliza, encoge, congela, oprime, encierra, encarcela a la persona.
Lo miras y ves a su alrededor un muro impenetrable, te chocas con él, notas una distancia que te hace alejarte. No puede ser de otra manera: por más que una persona llena de miedo esté deseando ser vista, tocada y querida, muestra todo lo contrario.
Es una carga también, sin duda: algo hay en la trayectoria personal de quien tiene mucho miedo, algo o muchas cosas, que le han llevado a construir un muro defensivo del que a veces no es consciente pero que desde fuera se ve con claridad. Como no es consciente, es una carga no asumida. Un trauma no superado. Un bloqueo que se va a deshacer cuando haya alguien tan valiente como para tocar a la puerta.
El trabajo que da el miedo es grande. Para cultivarlo hay que tener un listado de reglas que se saca cuando surge una situación que dispara las alarmas. Hay que echarle horas a espantar fantasmas:
- Llevando un aspecto impecable, no sea que alguien vea alguna imperfección.
- Pasando la noche a base de zumos, no sea que alguien me vea borracha y empiece yo a hacer cosas de las que luego podría arrepentirme.
- Midiendo las palabras y los gestos, no sea que en un descuido toque a otra persona u otra persona me toque a mí.
- Instalando alarmas reales y figuradas en todas partes: la casa y el cuerpo.
- Desinfectando todo para alejar «bichos», ya sean bacterias, insectos o personas.
Y lo contrario de todo esto es volver al punto 1: asumir el propio destino, los propios traumas, entrar en «las cloacas» propias a ver lo que realmente hay, saberlo y moverse entre la gente con ello puesto, trabajando con uno mismo/a para ir soltando lastre, comprendiendo que tocar el alma de otro solo es posible a través de la rendición ante quien se es, con todo, especialmente con aquello de lo que quisiéramos huir.
Tal vez la carga y el miedo sean dos caras de una misma moneda: hubo dolor, hubo sufrimiento, ahora me construyo el parapeto del miedo para no volver a sufrir. Lo que pasa es que si no vuelves a sufrir, no vuelves a vivir, nada te llega, no estás aquí.
Me gustaría conocer tu opinión. ¿Qué reflexiones te surgieron mientras leías este post?
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